miércoles, 6 de junio de 2012

Para que leer, si podemos imaginar !



 En medio de problemas que resolver día a día, decisiones que tomar, oportunidades que dejamos pasar, personas grandiosas que nos inspiran a pensar, y a la vez tanta escases de gente que se aventure por pensar, aveces refugiarse en la Literatura Fantástica puede ser lo más reconfortante que alma merece, entre otras cosas... ! Cada momento fenomenico tiene ocasión para ser imaginado, para ser proyectado ! Si proyectamos, calculamos, si calculamos, sopesamos, si sopesamos, estamos pensando detenidamente en los escenarios ! Por otro lado sino no proyectamos, no calculamos, sino sopesamos, no pensamos, sino pensamos, no vemos esos escenarios de una posible desición importante o no ! Eso no importa ! Es hermoso captar ese momento que aparenta ser nebuloso por lado pero brillante por miles de lados ! Será que me gusta esperar demasiado para ver que pasa luego ! Pues sí ! Pero a veces ir rápido y no pensar mucho también es una a decisión inteligente ! Aveces el psicoanalisis puede ser la peor arma para tomar decisiones ! Aveces no ! Talves usar dicho metodo psicologico en una medida necesaria es lo mejor ! Pero la disyuntiva es con quien ? Para que ? Lo necesito ? Hace días he esperado el momento para leer a Ortega y Gasset en concreto su primer libro llamado "Meditaciones del Quijote ", en el que históricamente ha dejado su impronta como un filósofo que sigue el perspectivismo ! Postura filósofica a la que soy muy afín ! Por otro lado Nietzsche también es considerado como un filósofo perspectivista lo que atrae mi atención ! Pero será en otro momento que recurra a él ! Primero por acá uno de los Capítulos talvés más recordados de Miguel de Cervantes S., el capítulo Octavo en que se retrata uno de los episodios más ilusorios pero a la vez hermosos de sus faenas ! 

 El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha Capítulo octavo 

Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de feliz recordación. En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza. Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas: non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza y diciéndoselo a su escudero, dijo: yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él, como sus descendientes, se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare, pienso desgajar otro tronco tal y bueno como aquel, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas, y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. Así es la verdad, respondió Don Quijote; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si eso es así, no tengo yo que replicar, respondió Sancho; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse Don Quijote porque como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero. Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo yo menos, respondió Don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que venia a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Quijote, que sabes poco de achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo: gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como de sus razones; a las cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don Quijote. Y sin esperar más respuesta, picó a Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burla, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya Don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido: y sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniera en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido o quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que Don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor vizcaína, de esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que el gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondió Don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: ¡oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó hacer lo mismo que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro cansada, y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo, levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban, y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto y término deja el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en el siguiente capítulo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Mario Benedetti. No te salves




No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

martes, 11 de enero de 2011

José Ortega y Gasset. "Creer y pensar"





I
Las ideas se tienen; en las creencias se está. -"Pensar en las cosas"
y "contar con ellas". Cuando se quiere entender a un hombre, la vida de un hombre, procuramos ante todo averiguar cuáles son sus ideas. Desde que el europeo cree tener
"sentido histórico", es ésta la exigencia más elemental. ¿Cómo no van a
influir en la existencia de una persona sus ideas y las ideas de su
tiempo? La cosa es obvia. Perfectamente; pero la cosa es también bastante
equívoca, y, a mi juicio, la insuficiente claridad sobre lo que se busca
cuando se inquieren las ideas de un hombre -o de una época- impide que se
obtenga claridad sobre su vida, sobre su historia.
Con la expresión "ideas de un hombre" podemos referirnos a cosas muy
diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto
o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta.
Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad.
Incluso pueden ser "verdades científicas". Tales diferencias, sin embargo,
no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical
que ahora planteamos. Porque, sean pensamientos vulgares, sean rigorosas
"teorías científicas", siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre
surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica
evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o
adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo dentro de una vida que
preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego
constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada
sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo: con el mundo y
consigo mismo. Mas ese mundo y ese "sí mismo" con que el hombre se
encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de "idea"
sobre el mundo y sobre sí mismo.
Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán
diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas "ideas"
básicas que llamo "creencias" -ya se verá por qué- no surgen en tal día y
hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular
de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias
ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que
denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de
verdad, "creencias" constituyen el continente de nuestra vida y, por ello,
no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe
decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún:
precisamente porque son creencias radicalísimas, se confunden para
nosotros con la realidad misma -son nuestro mundo y nuestro ser-, pierden,
por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy
bien no habérsenos ocurrido.
Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos
estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juegan en
nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional.
De las ideas-ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más
rigorosas de la ciencia- podemos decir que las producimos, las sostenemos,
las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces
de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir de ellas. Son obra
nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cuál se asienta en
ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera
nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni
sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que
simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás -si
hablamos cuidadosamente- con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha
inventado certeramente la expresión "estar en la creencia". En efecto, en
la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la
creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.
Hay, pues, ideas con que nos encontramos -por eso las llamo ocurrencias- e
ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos
ocupemos en pensar.
Una vez visto esto, lo que sorprende es que a unas y a otras se les llame
lo mismo: ideas. La identidad de nombre es lo único que estorba para
distinguir dos cosas cuya disparidad brinca tan claramente ante nosotros
sin más que usar frente a frente estos dos términos: creencias y
ocurrencias. La incongruente conducta de dar un mismo nombre a dos cosas
tan distintas no es, sin embargo, una casualidad ni una distracción.
Proviene de una incongruencia más honda: de la confusión entre dos
problemas radicalmente diversos que exigen dos modos de pensar y de llamar
no menos dispares.
Pero dejemos ahora este lado del asunto: es demasiado abstruso. Nos basta
con hacer notar que "idea" es un término del vocabulario psicológico y que
la psicología, como toda ciencia particular, posee sólo jurisdicción
subalterna. La verdad de sus conceptos es relativa al punto de vista
particular que la constituye, y vale en el horizonte que ese punto de
vista crea y acota. Así, cuando la psicología dice de algo que es una
"idea", no pretende haber dicho lo más decisivo, lo más real sobre ello.
El único punto de vista que no es particular y relativo es el de la vida,
por la sencilla razón de que todos los demás se dan dentro de ésta y son
meras especializaciones de aquél. Ahora bien, como fenómeno vital la
creencia no se parece nada a la ocurrencia: su función en el organismo de
nuestro existir es totalmente distinta y, en cierto modo, antagónica. ¿Qué
importancia puede tener en parangón con esto el hecho de que, bajo la
perspectiva psicológica, una y otra sean "ideas" y no sentimientos,
voliciones, etcétera?
Conviene, pues, que dejemos este término -"ideas"- para designar todo
aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación
intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto.
No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en
nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos
formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos
hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio,
aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que
necesiten ser formuladas.
Esto revela, sin más, que todo aquello en que nos ponemos a pensar tiene
ipso facto para nosotros una realidad problemática y ocupa en nuestra vida
un lugar secundario si se le compara con nuestras creencias auténticas. En
éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación con ellas consiste en
algo mucho más eficiente; consiste en... contar con ellas, siempre, sin
pausa.
Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en
la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una
cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin
interrupción, el pasado entero de la filosofía ha impedido que se nos haga
patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me
explicaré.
Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en
apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos,
resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que
propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en
su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo?
El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de
la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta,
bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en
ese caso y por mucho que busque en su conciencia, no encontrará en ella
ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se
ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay o no la hay. ¿Por qué? No
se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia
que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto
de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no
se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni
para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la
existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su
comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la
puerta de su casa descubriese que la calle había desaparecido, que la
tierra concluía en el umbral de su domicilio o que ante él se había
abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una
clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no
habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había
hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto
la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta
qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y
precisamente porque no pensaba en ella.
El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por
eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente,
etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por
completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en
nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado
por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en
forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o
pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin
que lo pensemos llamo "contar con ello". Y ese modo es el propio de
nuestras efectivas creencias.
El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora
resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo
tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más
consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia
sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de
nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que,
de puro contar con ello, no pensamos.
¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un
hombre o de una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos
especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus
creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer
esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de
verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.
II
El azoramiento de nuestra época. - Creernos en la razón y no en sus ideas.
- La ciencia casi poesía.
Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o
de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus
creencias y sus ocurrencias o "pensamientos". En rigor, sólo estas últimas
deben llamarse "ideas".
Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que
acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la
realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de
cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas "vivimos,
nos movemos y somos". Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de
ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de
cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una
cosa, no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos con
ella".
En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las
cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de
realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo
como tales. Esto significa que toda nuestra "vida intelectual" es
secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa en ésta sólo una
dimensión virtual o imaginaría. Se preguntará qué significa entonces la
verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una
idea es una cuestión de "política interior" dentro del mundo imaginario de
nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que
tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra
realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al
vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho
contamos, no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial
esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente, porque no nos
es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos
es sólo idea, sino creencia infraintelectual.
Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época
conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y
puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una
clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase
pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra
manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre
últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y
de máxima atención a ella, el hombre empieza a no saber qué hacerse con
las ideas. Presiente ya que las había tomado mal, que su papel en la vida
es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál
es su oficio auténtico.
Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda
limpieza la "vida intelectual" -que, claro está, no es tal vida- de la
vida viviente, de, la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien
hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué
relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se
forman las creencias?
Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el
nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño
produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se
trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la
adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual,
cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento
científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues
bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente,
por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra
mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática,
mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la
verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no
admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos
parece evidente. Pero... ahí está: la adhesión mental tiene como condición
que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto
para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra "vida
intelectual". Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito,
irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión
tan irremediable, que se nos impondría como la más imperiosa realidad, se
convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de
sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos,
queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos;
antes bien, aquello con que topamos.
Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se
ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se
alimenta de su cuestionabilidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba
que de ella pretendemos dar. La idea necesita de la crítica como el pulmón
del oxígeno, y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su
vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un
mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas
de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la
firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser
referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo
que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda,
golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de
toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la
evidencia misma es, a su vez, mera teoría, idea y combinación intelectual.
Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia
infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con
nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que
las somos. Frente a nuestras concepciones gozamos un margen, mayor o
menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra
vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es
más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo,
comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente
en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un
riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles
nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no
apreciaríamos el ser "consecuente con sus ideas" como algo especialmente
heroico.
No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro
comportamiento conforme a muchas "verdades científicas". Sin considerarlo
heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en
rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que
la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para
aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el
comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las
creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en
la "razón", en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que
en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren,
es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el
hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las
realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de
reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas
determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se
cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa, inteligencia,
así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia. Compárese
la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi
todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin
cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si
nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las
ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la
inteligencia. Ahora bien, pasa todo lo contrario. Nuestra fe en la razón
ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías,
inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma.
Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe
seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma.
He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la
historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del
hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la "historia" -es decir, en
catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la
fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que
efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para
la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida
consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente
y benévolo existe, que si se está en la creencia contraria. Y también es
distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la
capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a
fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de
1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo.
Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación
sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello
derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que
acontecen en nuestro tiempo.
Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la
cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo
intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros
pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino
precisamente y sólo... ideas.
Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo
idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo
que se llama "fantasías, imaginaciones". Pero el mundo de la fantasía, de
la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a
esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas,
de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la
ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría,
si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la
ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su
función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin
duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma.
Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la
ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio
imaginario.
III
La duda y la creencia. -El "mar de dudas".-El lugar de las ideas.
El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más
profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está
formado por creencias (1). Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos
afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las
creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos
vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos
que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen.
Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa
creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura
de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente
ejercicio de introducción al pensamiento histórico.)
Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como
escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la
duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es
un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la
arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso
el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un
abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De
pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos
parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada
para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida,
como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la
duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es
decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos
pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la
somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo
que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda.
Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo
terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia
y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda
no consiste, pues, en el creer. La duda no es un "no creer" frente al
creer, ni es un "creer que no" frente a un "creer que sí". El elemento
diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios
no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o "negativa", pero
inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo
estable.
Lo que nos impide entender bien el papel de la duda en nuestra vida es
presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su
vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy
cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como
realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo
dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia,
pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos
a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable
como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto
permanente y definitivo.
En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos
mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento
científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre
a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En
cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas
miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el
precipitado de esas entrevisiones. Olvidamos demasiado que el lenguaje es
ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones
ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que
él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocuparnos de lo que
queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y
atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su
agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad.
Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en
ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo
dudoso es una realidad líquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae.
De aquí el "hallarse en un mar de dudas". Es el contraposto al elemento de
la creencia: la tierra firme (2).
E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una
fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un
paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda,
descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto
es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se
duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos
lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va
bien claro en el du de la duda.
Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus
creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en "salir de la
duda". Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no
sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es
precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una
porción de él- se nos presenta ambiguo? Con él no hay nada que hacer. Pero
en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no
parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que
podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos.
Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta
posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato
más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras
cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la
duda se agarra a él como a un salvavidas.
Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan
su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo
inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad
desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea
es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo
le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por
ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado
de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero
cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo
lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginarías de mundos y de
su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más
firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo
científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico.
Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No
hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática
brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo.
Notas:
(1) Dejemos intacta la cuestión de si bajo ese estrato más profundo no
hay aún algo más, un fondo metafísico al que ni siquiera llegan nuestras
creencias.
(2) La voz tierra viene de tersa, seca, sólida.
[Primer capítulo de Ideas y creencias, de 1940]

viernes, 7 de enero de 2011

Poema Oda A La Vida de Pablo Neruda




La noche entera
con un hacha
me ha golpeado el dolor,
pero el sueño
pasó lavando como un agua oscura
piedras ensangrentadas.
Hoy de nuevo estoy vivo.
De nuevo
te levanto,
vida,
sobre mis hombros.

Oh vida, copa clara,
de pronto
te llenas
de agua sucia,
de vino muerto,
de agonía, de pérdidas,
de sobrecogedoras telarañas,
y muchos creen
que ese color de infierno
guardarás para siempre.

No es cierto.

Pasa una noche lenta,
pasa un solo minuto
y todo cambia.
Se llena
de transparencia
la copa de la vida.
El trabajo espacioso
nos espera.
De un solo golpe nacen las palomas.
Se establece la luz sobre la tierra.

Vida, los pobres
poetas
te creyeron amarga,
no salieron contigo
de la cama
con el viento del mundo.

Recibieron los golpes
sin buscarte,
se barrenaron
un agujero negro
y fueron sumergiéndose
en el luto
de un pozo solitario.

No es verdad, vida,
eres
bella
como la que yo amo
y entre los senos tienes
olor a menta.

Vida,
eres
una máquina plena,
felicidad, sonido
de tormenta, ternura
de aceite delicado.

Vida,
eres como una viña:
atesoras la luz y la repartes
transformada en racimo.

el que de ti reniega
que espere
un minuto, una noche,
un año corto o largo,
que salga
de su soledad mentirosa,
que indague y luche, junte
sus manos a otras manos,
que no adopte ni halague
a la desdicha,
que la rechace dándole
forma de muro,
como a la piedra los picapedreros,
que corte la desdicha
y se haga con ella
pantalones.
La vida nos espera
a todos
los que amamos
el salvaje
olor a mar y menta
que tiene entre los senos.

viernes, 29 de octubre de 2010

UNA TUMBA SIN FONDO. AMBROSE BIERCE





Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para
fabricar granos de café con arcilla. Era un hombre honrado y no se hubiera
comprometido él solo en la fabricación. Por esta razón, era moderadamente
rico: las regalías de su valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para
pagar los gastos del pleito contra los bribones culpables de la infracción. Fue así
que yo carecí de muchas de las ventajas de gozan los hijos de padres
deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota
(quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi
educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la
escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había
tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin
previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le
habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas
de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había
declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él
hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera
vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción.
Mi madre, en cambio, para quien la piedad y la resignación ante los designios
del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos
conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre
fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de
esta manera:
-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más
desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que
me resulta poco agradable. Os ruego que creáis que yo no he tenido nada que
ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó
sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté
muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que
ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una
explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de
sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de
mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras:
"¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin
de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies,
exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!".
2
Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin
preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre
estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
-Debo deciros, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte,
la ley exige que venga el médico forense, corte en pedazos el cuerpo y los
someta a un grupo de hombres quienes, después de inspeccionarlos, declaran a
la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero.
Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación
de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical-, tú
eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar
tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso su educación. John, ve y
mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la
oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural
disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé
con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al
médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy
incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis
compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado
abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje
blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto
contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un
feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia
más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia
moderaron su objetable perversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude
dormir pacífico y refrescante sueño de la juventud y de la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de
sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y
añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio Demócrata. (Mi
bondadosa madre era Republicana y desde mi temprana infancia fui
cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la
necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una
urna Republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la
fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario
exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la Nación se sienta usted
aquí como juez de Sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como
argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de
cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del Médico Forense fallecido, se levantó y dijo:
3
-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado también y con tanta
elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta
preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, su Excelencia es un
magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar -¿qué?- este es un asunto
que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya
ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde
que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha
sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio,
asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y
los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con
su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este
joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con
voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después,
volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:
-Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan
escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con
quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su
suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a
medianoche en los fondos de su último domicilio, con sus últimas botas puestas
y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.
-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba
de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la
tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para
creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su
casa desde hacía varios días; pero el Cuervo del juez - como siempre
despreciativamente la llamó después- decidió que la iba de muerte no era
suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era
su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había
quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad
por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a la propiedad legítima
del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre
prefería decirlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia
fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc.,
nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una
selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las
alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Heriry, a
4
quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para
sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, aceptaba pedidos de
Esencias de Picaportes para condimentar fuentes minerales del Profesor
Pumpernickel, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas.
Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de
pequeños artículos expuestos en la vidriera de las tiendas, tal como habían sido
enseñados.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y
enterrábamos los cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la
rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que
los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín.
Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos
de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el
lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda
intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en
cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y
hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser
descubiertos; si los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación,
podrían iniciar una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la
división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple
industria a la cual yo me dedicaba: todos tendríamos que decorar las vigas de
las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro
respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar
solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los
solemnes oficios del entierro cristiano, mi madre y los niños pequeños
sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos
con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los
ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias
del alcalde fueron suspendidas de inmediato, mientras que, pálidos y con la voz
temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños
más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y
las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con
movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La
cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora
extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez
una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más
asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en
multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos
estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz
verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que
llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la visible manifestación de un leve
olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y
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se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, mientras que
nosotros estábamos a punto de ser abandonados en la total oscuridad, excepto
por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta
e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se
había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el
interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No podéis verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas;
una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer,
agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante,
tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de
nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese
momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro
padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos!
¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en
la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse
por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y
trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés
pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un
brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi
hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus
heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora,
nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que
teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la
luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro,
y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra
lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su
conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales
circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi
infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la
intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el
sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos
humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron
el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una
desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido
denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quien
preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una
vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos
habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él
siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto
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ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para
pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una
pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el fondo de mi casa, y
comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad,
la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo
agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con
cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida
mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto
sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado
esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera
podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente,
enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado
desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, sus esfuerzos
por sobrevivir habían roto la podrida mampostería, cayendo a través de ella y
escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era
bienvenido en su propia casa, pero no teniendo otra, había vivido en reclusión
subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra
providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro
vino; no era mejor que un ladrón. En un momento de intoxicación y sintiendo, sin
duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y
su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente
inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y
queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.

miércoles, 13 de octubre de 2010

EL GRAN INQUISIDOR. FIODOR DOSTOIEVSKI





Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignáos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.

Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.

No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.

Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.

El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: "¡Señor, cúrame para que pueda verte!" Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: "¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!"

Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.

–¡Él resucitará a tu hija! –le grita el pueblo a la desconsolada madre.

El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.

Pero la madre profiere:

–¡Si eres Tú, resucita a mi hija!

Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).

La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.

En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.

Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.

–¡Prendedle!– les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.

Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
Muere el día, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
De pronto, en las tinieblas se abr la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:

–¿Eres Tú, en efecto?

Pero, sin esperar la respuesta prosigue

–No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda...
Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
–El Espíritu terrible e inteligente – añade, tras una larga pausa –, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te "tentó". No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres "tentaciones". ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: "Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura", ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...

Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: "Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras." Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que "no so1o de pan vive el hombre", sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: "¡Nos ha dado el fuego del cielo!" Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. "Dales pan si quieres que sean virtuosos." Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos – huyendo aún de la persecución, del martirio –, para gritarnos: "¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!" Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: "¡Cadenas y pan!" Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca – ¡nunca! – sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que – ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! – nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.

Como ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: "¡Adora a mi dios o te mato!" Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: "Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?" Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos – haciéndoles felices – : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: "¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos." Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.

Cuando te dijeron, por mofa: "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!", no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.

La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el "milagro", el "misterio" y la "autoridad". Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo – ¡ocho siglos! – que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?

Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia –los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia–; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra "Misterio". Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria: nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos "fuertes" llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros –los más–, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: "¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!"

No se les ocultará que el pan –obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno– que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad – no, como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar – ¡su naturaleza es tan flaca!–. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.

Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la "copa del misterio" en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: "¡Júzganos, si puedes y te atreves!" No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.

Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.

Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.

El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: "¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja.